Gastrónomo

Doy de comer sin saber cocinar. Como, escribo, describo y hago que otros se coman mis platos en forma de palabras. Engordo la notoriedad de los restaurantes, el alma de mis lectores y quizá mi ego. He comido y bien en muchos sitios, y no hablo de sentarme en distintas sillas del mismo local. Jamás me niego a la degustación de la vanguardia de un nuevo o viejo laboratorio culinario, pero con los años y los disgustos, he llegado a preferir la grandeza de lo simple. Esa gran cocina que solo juega a ser cara, muy cara o a nada de eso, pero donde todo es lo que parece y todo me parece sublime. Mi gusto por lo demodé es innegable, como innegables son los guisos de El Motel, el cap i pota del Hispania o el servicio en sala de Via Veneto. Si además visitas al eterno estrellado de Barcelona en época de trufa, pide Champagne. Y pan. Y foie. Y no pidas la cuenta.

¡Qué bodega la de los Monje! De alto copete. De las mejores que no he catado entera. Pero me quedo con la de Rekondo.